Vivir en el extranjero

Abuelos a distancia (en el extranjero)

Abuelos en el extranjero

Por el nuevo estilo de vida que llevamos, las nuevas formas de hacer las cosas, vivir, respirar…

Mientras que mi coranzoncito ya estaba más o menos acostumbrado a vivir lejos de ellos, debo admitir que todo cambió un poco, en lo profundo de mi corazón, desde la llegada de miss Thelma. De todos es sabido que convertirse en madre revoluciona muchas cosas, grandes y pequeñas, convertirse en madre hace, inconscientemente, pensar en la vida, repensar la vida.

Es entonces con algo de distancia que observo la evolución de mi hija y la relación que tiene con sus abuelos maternos: sus abuelos en el extranjero
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Mamá no nació en Francia

Hasta hace poco, mi hija no entendía muy bien la noción de espacio, ¡como todos los niños pequeños! Pero desde hace un tiempo es consciente de que su madre no nació en Francia. Y cualquier ocasión es buena para recordárselo: mamá no conoce esta canción que cantas en el cole, mamá nunca fue al cole aquí, la escuela de tu madre es tu escuela de verano…

Ya sabe que su mamá nació en Menorca.
Ahora ya distingue los colores de las banderas, sabe que el bleu-blanc-rouge ¡es Francia, papá!  Y sabe que el amarillo y el rojo vienen del otro lado de los Pirineos.

A mí eso de las banderas me trae bastante sin cuidado pero es cierto que son símbolos que ayudan a que estos pequeños seres biculturales se construyan, con toda simplicidad, por ejemplo, mientras uno se pasea y levanta la vista hacia los edificios.

Yaya y l’avi están lejos

Y, de toda evidencia, si mamá no nació en Francia, las posibilidades son altas de que los abuelos maternos vivan lejos.

Y es así cómo se construye una relación atípica desde la cuna
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Altos y bajos

Porque así es la relación que tiene miss Thelma con yaya y l’avi: pasamos por travesías del desierto, largos meses en los que no puede tocar, besar a mis padres (¡aunque nos llamemos 2 veces al día!) y períodos muy intensos en los que se convierte en la niña querida, el centro de atención, su vida, ¡su todo!

Y porque cuando venimos aquí y nos instalamos en la casa familiar, miss Thelma se convierte en la principal actividad de mis padres. ¡Es entonces cuando puede aprovechar para pasar todo el tiempo del mundo con ellos! Y yo asisto al espectáculo con el corazón sonriendo, un espectáculo  que me hace olvidar las travesías del desierto.

Los altos hacen que nos olvidemos de los bajos

Una relación con sabores especiales

Y en mi yo más profundo me siento feliz (siempre debemos ver el lado positivo de las cosas) porque creo que es una suerte muy grande para ella poder vivir durante largos períodos en la misma casa que yaya y l’avi. Su relación es especial, estrecha, le encanta venir aquí aunque, cuando venimos solas y ahora que ya es más mayorcita diga que «pienso en papá» (claro, ¡y yo también!).

Es aquí donde mis padres pueden reproducir ciertos gestos que ya tuvieron conmigo, como es natural. Es aquí donde les encanta llevarla a los lugares de la memoria, de la memoria familiar.  Es aquí donde vamos a dar pan a los pececitos.

Aquí es donde llenamos nuestro depósito con su amor, un amor de abuelos a distancia pero que, al fin y al cabo, están tan cerca!
Vivir en el extranjero

Vivir en el país del marido: el equilibrio familiar

Expatriación, vida en el extranjero, familias multiculturales… piezas de un puzzle llamado mundo.

La coyuntura socioeconómica hace que de cada vez más familias estén viviendo en un país que no es el suyo. Siempre, en estos casos, hace falta una gran dosis de adaptación, de tolerancia, de apertura a los cambios, de parejas que re-ajustar, de niños a adaptar, de sistemas para descubrir, de lenguas que aprender y un largo etcétera.

Vivir en el país del marido: el equilibrio familiar
En realidad, irse al extranjero significa reinventarse su propia vida (o casi)

Casi siempre, los blogs que leo, las webs que sigo, las empresas que se crean… hablan de la expatriación de la unidad familiar. Y justamente por esa razón, yo no suelo utilizar casi nunca la palabra «expatriación» cuando hablo de mi trayectoria. Pienso que es completamente distinto irse con la familia que irse a solas y, después de un tiempo, construir tu vida en un país que no es el tuyo.

En otras ocasiones ya hablé de algunos aspectos sobre vivir en el extranjero en el país del marido. Hablé de las diferencias culturales, de cuando descubres ciertas cosas completamente obvias para tu marido pero no para ti… pero me parece que nunca he hablado de un aspecto muy importante: la célula familiar.

Porque aunque haga quince años que vivo en este país y veinte que lo conozco, aunque esté enamorada de este país que ya es un poco mío y sobre todo el de mi hija, hay algo que nunca podré encontrar aquí: ¡mi familia! Hace poco tiempo vi en la tele un reportaje sobre Franceses que se habían ido fuera. Y salió una mujer explicando que había conseguido que sus padres (ya jubilados) se instalaran también con ellos en el extranjero porque según ella «uno nunca se siente en el extranjero si se trae a sus padres consigo». Y pensé que eran unas palabras preciosas y, ante todo, muy ciertas.

Vivir en el país del marido: el equilibrio familiar Vivir en el país del marido: el equilibrio familiar
La importancia de las raíces. ¡Solo un árbol bien arraigado será capaz de crecer mucho!

Tampoco es lo mismo vivir en el extranjero siendo «joven», estando «soltera» y en busca de «experiencias» que vivir en el extranjero estando casada y siendo mamá. Porque normalmente es en ese momento cuando llega el tema del equilibrio familiar. Y de vez en cuando, uno necesita respirar su propio oxígeno, ver a su familia, como una necesidad imperiosa, de esas de las que no puedes escapar. Porque… pues porque se necesita beber de los orígenes para tirar adelante, porque es necesario reanudar con los pequeños detalles de la vida diaria, porque son miradas que tenemos ganas de cruzar, porque… pues simplemente, porque somos un poco ellos y les necesitamos para ejercer mejor nuestro propio trabajo de transmisión a nuestros hijos.

Todo en la vida es cuestión de equilibrio. Todo. Es algo que suelo decir muy a menudo. Por eso aprendí, con el tiempo, que cada x meses necesito ese equilibrio. Necesito ver a mi familia para apreciar mejor la del otro. Necesito mis raíces para mejor entender las de los demás. Necesito mi lengua las veinticuatro horas del día para vivir mejor la suya. Necesito volver a mis orígenes para vivir mejor los suyos. Necesito mi ma(d)r(e) para ser mejor madre. Necesito mi sol y mi cielo para reírme mejor de las nubes.

En realidad, lo que necesito es ajustar la balanza. Sin ese equilibrio, siento que me pierdo, siento que todo va menos bien, siento que el rosa se viste de gris.

Vivir en el extranjero

La vuelta

La vuelta

Hace una semanas que volvimos. Que volví. Una semana y ya un montón de cosas realizadas, decenas de papeles firmados, etiquetas pegadas, rodillas peladas, cables pasados…

Una semana, solamente. Una semana, ya. Y siempre esa sensación de entre-dos. La verdad es que tenía la idea de venir aquí para contaros el inicio del cole de Princesa Thelma y, al final, me contenté de hacer un copia-pega del estatuto Facebook que publiqué el viernes pasado. Un escrito que sale también del corazón pero que escribí sin tanto pensar, lo que no habría ocurrido de haberme puesto detrás del WordPress. También pensaba que vendría aquí para explicaros mi vuelta. Pero, ¿mi vuelta de qué? ¿De dónde? ¿Adónde?

Y eso. Además, acabo de contestar a una de esas encuestas destinadas a los expatriados españoles. Nada del otro mundo. Siempre son las mismas preguntas, sí sí, claro que echo de menos la paella, bueno, en realidad no porque la cocino yo misma. Y por ende, siempre esa palabra E X P A T R I A D O que uno ya no sabe lo que significa en la coyuntura actual. En fin.

O sea que, voilà, qué deciros si no es que ocho días atrás estábamos aún bajo el sol mediterráneo, los pies en el agua, tecleando mis proyectos de freelance. El momento de irse siempre es un poco duro. La ida. El adiós. Pero ya está. Después, nada más. Las lágrimas se secan porque…desde que soy mamá… ¡soy fuerte!

Pero es también desde que soy mamá que me siento más entre dos mares. Pero de hecho, esa sensación la guardo en un rinconcito del corazón. Bien escondido. Y sigo avanzando. Es algo así como tener el sentimiento de que ya no sé lo que quiero. Más bien, no sé de dónde soy, dónde voy, dónde quiero ir. Pero me las apaño. En el fondo, creo que eso no son más que los síntomas de la vuelta. Cuando me preguntan si me planteo volver, digo que sí y luego digo que no. Volver, al cabo de tantos años aterroriza, os lo aseguro.

Y por las mañanas, desde hace cuatro días, llevo a Princesa Thelma al cole. Cuatro días ya. Y la siento en la mesilla donde tienen un ratito para desayunar. Y le hablo. En nuestro idioma. Evidentemente. Y algunas miradas se giran hacia nosotras. Miradas amables pero miradas sobre nosotras. Claro está. ¿Quién debe ser esa gente? ¿En qué idioma hablan? Pero me da igual. Exactamente igual. Doy un enorme-dulce beso a mi cosita bonita y doy media vuelta, sonrío, deseo un feliz día a la maîtresse en la lengua de Molière y me voy.

Y él que tiene las manos de oro y es un manitas de aúpa y está ahí dale que te pego haciendo nuestra casa. ¡Sí, nuestra casa! Y eso también da así como algo de miedo. Mi casa. Aquí. En el extranjero. Y yo que no sé hacer nada de mis manos, paso el tiempo con ella. Aquí. En nuestro pueblo de campo tranquilo a más no poder. Hace tan sólo una semana estábamos en la España efervescente y bulliciosa con ruidos, carcajadas, niños en la calle, juegos en las calles.

La vuelta. El silencio. Los modos de vida diferentes y nosotros en medio.